Cada vez tengo menos teenage stuff que contar. La edad, que va haciendo sus estragos (ja).
Me estoy acostumbrando a dejar atrás las pequeñas cosas, los pequeños placeres, las pequeñas conversaciones (well tell her that I miss our little talks).
Hoy cuando llegaba a casa me daba cuenta. Al bajar del autobús, de pronto, me ha invadido la misma sensación que cuando llegaba de la universidad: las ganas de subir, descolgar el teléfono y charlar con algún amig@ que probablemente habría visto ese mismo día, como mucho 2 días atrás. Y aunque no teníamos nada que contarnos, nos lo contábamos todo. Lo mejor de las conversaciones con amigos viene cuando ya te has puesto al día de todo, ya sabes lo que hace y donde y todo ese tipo de detalles que se cuentan a los conocidos cuando topas con ellos por la calle. Es entonces cuando surgen los verdaderos pensamientos, las divagaciones, los desvaríos, y podéis acabar hablando de cualquier cosa. Esa es la verdadera conversación.
Hace mucho que no hago eso, para ser sinceros. Mis conversaciones se limitan a grupos de whatssapp o llamadas en el descanso del trabajo para acordar la hora y el lugar en el que quedamos a tomarnos algo. Y cuando quedamos, tampoco arreglamos el mundo en los bares como hacíamos antes. Apenas nos da tiempo a ponernos al día, y aún así nunca conseguimos acabar del todo. Te guardas muchas cosas y te quedas sin escuchar otras, porque no hay tiempo en solo una noche. Y acabas hablando de lo de siempre, de los trabajos y de la crisis, hasta que decides que es tiempo de coger un taxi y emprender la vuelta a casa con el mundo aún en su sitio. Nada ha cambiado. No como antes, no como cuando nadabas sobre asfalto y el mundo giraba demasiado deprisa.
Esto es lo que pasa con el tiempo, y es inevitable. También necesario. Necesitas alejarte de lo que en otro tiempo considerabas tu muralla china, tu burbuja, tu escudo. Y no dudabas de que esas relaciones casi minuto a minuto permanecerían para siempre, de que esos lazos seguirían tan fuertes como lo eran entonces. Necesitas independizarte de lo que más quieres, para aprender a ser tú mismo sin nadie alrededor. Esto no siempre es fácil.
Todo esto es necesario y consecuencia inevitable cuando decides hacer tu camino. Irte al extranjero, o quedarte. Buscar un trabajo, dejarte absorber por la rutina. Establecer unos hábitos semanales, unas actividades. No queda entonces casi tiempo para el resto, y decides dedicarte un poco más a ti.
Por otro lado… Nunca me ha asustado la soledad, aunque ahora tampoco la disfruto como antes. No encuentro momento para perderme por Madríz bajo la música y actuar como si estuviera ante una ciudad desconocida. Las horas de sueño son un tesoro y las cuento al milímetro, ya no gasto extras leyendo un libro hasta que se me caigan los ojos. Mis pensamientos en el metro giran en torno al trabajo, a las obligaciones, a los planes de futuro. Ya no me pierdo en ensoñaciones innecesarias que me hagan pasarme de parada.
Pero a veces te paras, o te bajas del autobús, y lo sientes. Aunque sabes que tú formas parte de eso y aceptas el curso normal de las cosas, echas de menos descolgar el teléfono. Y hablar de todo y de nada, reírte o desahogarte o escuchar las pequeñas anécdotas intrascendentes y geniales de la persona que está al otro lado. Caminar por tu ciudad sin rumbo fijo e imaginando vidas alternativas. Soñar que puedes hacer cualquier cosa, y que la harás sin duda en algún momento. Saturarte de tus amigos cada día hasta que ya no queden mundos que arreglar.
En lugar de eso llegas a casa, abres el portátil y tecleas pensamientos sin ordenar que probablemente nadie lea.
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