Son días nuevos. Parece que ha pasado un siglo desde hace apenas una semana, parece que el mundo haya decelerado tanto que únicamente haya ido a balanceo por día. Un balanceo suave, casi imperceptible.
Parece como si el mundo, la cotidianidad, todo lo de alrededor se hubiera desvanecido de un momento a otro. Desde hace ocho días solo estamos los tres, y cada vez más, los tres.
Siempre escuché aquello de que la maternidad era dura. El puerperio. Esa palabra indescifrable. Me imaginé el agotamiento de las noches sin dormir, las secuelas físicas de tener una vida recién estrenada a la que cuidar. Pero nunca alcancé a imaginar lo desgarrador de los sentimientos que se producen. La profundidad con la que sientes, lloras, amas, temes y luchas. Lo desbordante de un cambio tan bestia, tan animal, tan doloroso como bonito.
Nunca llegué a siquiera esbozar una mínima parte. Ante esta vorágine de sensaciones y universos infinitos de reacciones, mi reflejo natural fue retraerme. Protegerme en mi espacio, en mi momento, dejarme cuidar por mi familia. Dejar que el tiempo se deslizase lento, pausado, como ese balanceo imperceptible.
Llegamos a casa tras 4 días de hospital, y es entonces cuando me empecé a dar cuenta. Calma. Era todo lo que necesitábamos. Olvidarnos del mundo. Sentir la melodía de las canciones de cuna, notar cada nota de piano en la piel. Envolvernos en nuestro caparazón para hacerlo más fuerte. Que el mundo girase lento. Por primera vez en toda mi vida, fui consciente de lo importante de la calma. Para sanar, para aliviar, para vivir. Estar los tres (y solo familia muy cercana) me ha permitido regenerarme, ordenarme y abrazar nuestra nueva realidad. Poco a poco. Con música, siempre. Dejando a un lado la inmediatez y el estrés que parecen inherentes a cualquier vida. Esperando, incluso olvidándome de contestar a mensajes y llamadas de amigos y gente querida. Centrándome solo y únicamente en lo que en este momento requiere todas mis energías: Ella.
Te queremos desde siempre, Lea.
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