Al principio quise no enterarme demasiado. Incluso me hacían gracia. Cuando advertí las Calles de Madrid inundadas de fans, me hice a la idea de que llegaba otro Justin Bieber. Total, la mayoría eran adolescentes sin ningún sentido del ridículo que no dejaban de cantar los temas de su ídolo.
Luego los veía más bien como un grupo de scouts multitudinarios pasados de azúcar glass.
De ahí sus gorros estrafalarios y horteras, su euforia constante y sus consignas de grupo. Están preparando otra excursión al fin del mundo, pensé, y tienen que vender sus galletitas. Sólo que, bueno, es evidente que se han pasado echándoles azúcar glass… y se les ha ido totalmente de las manos. Ya se sabe como son estas drogas.
Más tarde les rehuía, como si tuviera que esconderme de una invasión que había venido a captar a los desalmados que poblamos la capital. Y nunca mejor dicho. En el metro les esquivaba, en caso de que fuera posible, y colonizaba la última esquina del vagón. Me ajustaba los auriculares hasta el tímpano, segura de que sus inocentes letras contenían dosis hipnóticas. “Me quieren para ellos, y no pararán hasta verme cantando a gritos ‘Alabaré alabaré, alaaaabaré a mi señor’”. Temblaba a veces, porque el vagón se movía demasiado y me estampaban sus mochilitas contagiosas en la cara. Estaba convencida de que esos colores de parvulario escondían otras intenciones. Captarnos a todos. Acaparar la atención inevitable hacia los colores vistosos, y ¡Zas! Lanzar la red del Señor y llevarme en su barca, que han dejado en la arena seguro. Mirarme a los ojos, sonriendo, y decir mi nombre. Y junto a ellos, buscar otro mar.Cuanto más lo pensaba, más fuerte me balanceaba en posición fetal.
En el trabajo estaba a salvo. En casa también, aunque daba triple vuelta a la llave por miedo a su omnipresencia. Luego llegaron los bombardeos en las noticias, las peleas entre ateos y peregrinos y sus consignas de “¡Pim-pan-pirulé, Jesucristo, oé!”. O también “¡Somos drogadictos, nuestra droga es Benedicto!”. Nadie decía nada del azúcar glass, pero para mí estaba muy claro. Las galletitas tenían la culpa, pero todo estaba llegando demasiado lejos. Manifestaciones callejeras anti-scouts, atentados anti-ateos, alojamiento, comida y sanidad gratis para los fanáticos pero no para los parados.
En el trabajo estaba a salvo. En casa también, aunque daba triple vuelta a la llave por miedo a su omnipresencia. Luego llegaron los bombardeos en las noticias, las peleas entre ateos y peregrinos y sus consignas de “¡Pim-pan-pirulé, Jesucristo, oé!”. O también “¡Somos drogadictos, nuestra droga es Benedicto!”. Nadie decía nada del azúcar glass, pero para mí estaba muy claro. Las galletitas tenían la culpa, pero todo estaba llegando demasiado lejos. Manifestaciones callejeras anti-scouts, atentados anti-ateos, alojamiento, comida y sanidad gratis para los fanáticos pero no para los parados.
Es entonces cuando el miedo atroz se instaló hasta en la última de mis células. Y digo atroz al estilo Joey Triviani, pero miedo al fin y al cabo. Hasta en mis sueños aparecen invasores italianos, mexicanos y franceses con sus biblias y sus mochilitas llenas de cookies. Y colores, muchos colores. Y todos cantan, colocados, y no me dejan escuchar Fluorescent Adolescent, y me acuerdo de la madre que parió a todos los dulces.
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