Hoy me he despertado de un sueño. En realidad, de varios. Ha sido un sueño raro.
Yo estaba en el Polo Norte, pero inexplicablemente hacía buen tiempo. No sé cómo había conseguido reunir el dinero para llegar hasta allí, pero parecía un destino de lo más cool. Me acompañaban mis amigos. Amigos que conocía y otros que no, pero allí estaban y en ese momento eran los mejores amigos del mundo. Entre ellos estaba Matías Prats. No me digáis porqué, pero era de los más íntimos y me gustaba. Yo le llamaba Matías, porque así es como le llamamos sus amigos.
Recorríamos los caminos que bien podrían haber sido holandeses en bicicleta, tal vez porque éramos unos modernos y no nos habíamos dado cuenta. Había arena, porque aunque era el Polo Norte, en un sueño puedes decidir que haya arena si te da la gana. De pronto llegábamos a un río, que empezaba a ser una parte cada vez más grande de la ciudad. Tanto, que llegado un punto ya no podías avanzar, ni en bicicleta, ni andando, ni en monopatín. Había que coger una barca y surcar la ciudad, porque aunque bien podría haber sido Venecia la realidad es que estábamos en el Polo Norte y hacía sol.
Mientras, mis amigos reían, hacían bromas y todos usábamos nuestras cámaras réflex para inmortalizar nuestro viaje al destino más cool del mundo. Y luego si eso, ya las colgaríamos en el facebook.
Después del río se extendía una explanada de nieve, porque así es como debía de ser el Polo Norte. Con nieve y esas cosas, aunque el sol parecía dispuesto a no abandonar. Nos montábamos en un trineo enorme, de esos que sólo existen en las películas americanas y que da la sensación de que en cualquier momento vendrán un puñado de renos voladores a tirar de él. Los renos no vinieron, pero nos deslizábamos como si hubiésemos nacido para conducir trineos gigantes.
Entretanto, discutíamos sobre dónde íbamos a pasar la noche. Aunque el sol pretendiese cerrar los bares, lo cierto es que en algún momento iniciaría la retirada. Y en el Polo Norte, más te vale tener un buen sitio donde dormir. Como no contábamos con ello, pensamos en dormir en la estación como cualquier interraíl que se precie. Porque está claro que allí había estación, al igual que aeropuertos, bicicletas, barcos y trineos.
Lo siguiente que recuerdo es despertarme rodeada de amigos que conozco. Los que me rodeaban sí que les conozco de verdad, a todos menos a Matías, que también dormía con nosotros. Cuando me he despertado he sido testigo de cómo algunos de ellos despertaban a sus parejas, de la forma más cariñosa que he visto nunca. Juro que ni en la vida real he visto un despertar tan bonito. Yo me limitaba a observar, entre estupefacta y conmovida. Estupefacta porque me resultaba difícil ver algo de verdad en sus palabras y en sus gestos, conmovida porque seguramente presenciaba la verdad más absoluta de todas.
Y, entonces, me he despertado de verdad. Y al abrir los ojos, todo era mucho más confuso, difuminado y borroso.
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