Siempre ocurre. El verano roba el espíritu primaveral y
altera la sangre, las neuronas y todos los órganos vitales. La ciudad más asfaltada
se viste de luz y hace brillar aún más los colores chillones que inundan las
calles. O al menos así me lo parece a mí.
Las terrazas cuelgan el sold out tanto de noche como de día
y la gente sonríe más en el metro, a pesar de seguir sin despegar la vista de
sus smartphones. Aprovechas las horas como si no hubiera un mañana, quedas con
todos esos amigos a los que hace meses que no ves, te atreves con planes
impensables para el invierno. Rechazas el no a cualquier escapada y las
historias que contar se te acumulan cada semana.
A mí me pasa, como al resto de los mortales. Es en estos
momentos cuando no echo nada de menos la vida en Reino Unido, aunque sean los
menos. Porque el verano es un ambiente único, donde la rutina no existe y la
vida parece dar más vueltas que en cualquier otra época del año.
Viajes de empresa a Marbella, con reservados, tacones
imposibles y camas balinesas. Locura de San Fermines durmiendo en un coche y
pidiendo pizzas a una rotonda. Días de la música improvisados que acaban como
una película de Bridget Jones.
Festivales en Potugal que se asemejan más a un maratón de
resistencia, con conciertos, encuentros y noches surrealistas de ukelele y
cervezas. Reuniones masivas de amigos de toda la vida, en las que lo que
parecía imposible se hace realidad y te deja una sonrisa imborrable por semanas
enteras. Quedadas becariales míticas, donde revives todo el cariño que
guardabas en una cajita desde hace meses.
No sé si ha quedado claro, pero me encanta el verano.
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