martes, 2 de noviembre de 2010

Aunque tú no lo sepas

Sólo sé que la quería. No sé si habrá algo más cierto en esta historia, pero la quería. Por muchas razones. Porque me moría de ganas por pasar 25 horas al día con ella, y sin embargo no lo hacía. Porque me poseían los celos cada vez que quedaba a solas con alguien, y no era yo. O cuando salía con sus amigas de copas, y de mí solo salía un “espero que lo pases bien esta noche”. Porque a pesar de todo es lo que realmente deseaba. Porque mis líos en el trabajo, mis problemas, incluso las catástrofes mundiales parecían cosa de chicos cuando ella sonreía. Porque me llenaba de libros y de música, y no se cansaba nunca de una conversación interesante. Porque le gustaba arrugar la nariz de la forma más pícara que he visto nunca. Por su manera de abrazarme, porque no me importaba lo más mínimo si el mundo desaparecía en ese momento. Porque me hacía reír hasta que me dolía el estómago y tenía que suplicarle que parase. Porque aunque cogiéramos una barca a la deriva, solos ella y yo, y pasase el resto de mi vida sin más compañía que la suya, estoy seguro que seguiría siendo el hombre más feliz de toda la vía láctea.

Yo no le decía nada de esto, claro. Esperaba que ella lo supiera. Cómo si nos uniera algún tipo de interconexión, ¿No? Esas cosas se notan. Al menos, así descifraba yo sus miradas llenas de luz. La forma en que entrelazaba sus dedos con los míos. Sus vacíos de palabras en momentos demasiado llenos de otras cosas.

No sé si fue un equívoco mío desde el principio, o quizá con el paso del tiempo esa luz que bañaba sus ojos se tornó en oscura desconfianza, pero un día me lo confesó: No me creía. No importaba lo que yo dijera, hiciera o deshiciera, no parecía dispuesta a cambiar de opinión. Quizá debería haberlo intentado, pero como bien he dicho, esperaba que ella lo notase. Yo lo hacía, ¿Por qué no podía sentirlo ella también? ¿Por qué se empeñaba en envenenarlo todo con sucias palabras? Me lo confesó mirándome a los ojos. “No te creo, Félix, no creo que me quieras de verdad. Ni siquiera creo que sepas lo que es el amor”. Y a mí eso me dolió tanto que ni siquiera contesté, ni le dije nada de lo anterior, claro. No dije ni una palabra. Nada tenía ya ningún sentido, y a mi alrededor todo comenzaba a darme vueltas. Me sentía demasiado aturdido. Así que me levanté de aquel banco, y me fui.

Esa fue la última vez que la vi. Ahora ella está con otro que le regala perlas, rosas rojas y perfumes caros. Uno que empalaga cada conversación con palabras falsas y bobaliconas como el algodón de azúcar, y luego va a contárselas a otras.  También tiene dos niños, aunque he de reconocer que ellos son preciosos. Todo esto lo sé porque ya no es como antes, ahora puedo verlo todo. Veo como él se despide de ella después de apenas 3 minutos de conversación insulsa, como las que siempre tienen. Le dedica una sonrisa llena de mentiras y tarda 20 minutos exactos hasta la estación de tren, donde le espera su secretaria. Allí vuelve a repetir la operación. Ella no lo sabe, claro, porque él nunca se lo dice. Yo espero que lo note, aunque ella nunca fue buena en eso.

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