lunes, 6 de diciembre de 2010

Cuento de navidad

En ese momento palideció.

Se había desperezado esa mañana lanzando por los aires los dos pares de sábanas y luego acurrucándose junto a la almohada para absorber los últimos suspiros de sueño. El recordatorio del calendario le rasgó una amplia sonrisa: Navidad. Había preparado entonces su desayuno favorito, tostadas con mermelada de melocotón y chocolate a la taza. Para nada sintió nostalgia de tener otras manos que le hicieran ese trabajo y se lo acercasen hasta la cama, justo después de desperezarse. Se sintió satisfecha de su obra.

Después de una ducha rápida, de las que nunca duraban menos de 15 minutos pero no más de 20, se enfundó en su vestido nuevo, optó por las botas más cómodas para el largo paseo que le esperaba y cerró la puerta tras de sí. Un autobús y seis paradas de metro. El tiempo parecía volar a pesar de todo. Carla continuaba sentada a un lado del vagón, imaginando escenas idílicas al son de las letras que desprendía su ipod. No podía evitarlo. Rellenaba cada instante de música con historias, sueños y fantasías que ella misma protagonizaba. En eso no había cambiado mucho desde su infancia, cuando lo que realmente adoraba de ir al pueblo era el viaje de 3 horas en coche, donde podía dar rienda suelta a su imaginación mientras la tecla “play” del walkman se mantenía pulsada. Así pasaron 40 minutos, hasta que el tren llegó a la estación del centro.

Cuando subió las escaleras hacia la superficie, la música aún inundaba sus oídos. Todo está perfecto. En su fuero interno sabía que no lo estaba, pero ése era uno de esos días que el mundo entero se une para gritarte lo contrario. Todo está perfecto, no nos falta nada. Siguió caminando por la acera, esquivando a la castañera y al quiosco lleno de enormes rollos de algodón de azúcar. Por un momento echó de menos las preocupaciones de los 7 años, y poder comer algodón de azúcar hasta el empacho sin que nadie te mirase raro.

La gente iba y venía, como siempre con una prisa tremenda. Incluso para dar un paseo, las velocidades en la capital eran vertiginosas. Cuando por fin llegó a la plaza, un bombardeo de recuerdos la dejó bloqueada por unos instantes. Tuvo que apoyar la mano en la columna de piedra que se erguía a su derecha, como puesta a propósito. Agachó la cabeza, abrumada. La soledad podía llegar a ser asfixiante.

Una vez se hubo repuesto, se acercó a los puestos con una sonrisa inevitable en los labios. Todas esas figuras, todos esos adornos. Toda esa magia, esos niños, esas voces rebosantes de alegría y espíritu navideño. Se negó a dejarse un solo detalle sin escudriñar. Fue observando todos los puestos, uno a uno, sosteniendo entre sus manos las extrañas novedades que en su tiempo no existían o acariciando las superficies rugosas de cada cosa que su paisaje navideño había atesorado año tras año. Tiempo.
Las luces de colores, las que tenían forma alargada y acababan en una bolita de cristal. El sonido que emitían al ser encendidas. Los portales artesanos, los hechos con madera y los de cartón. Las figuras de arcilla de aspecto juvenil, casi aniñado. Los botes de nieve y las peleas callejeras que desencadenaban, llenas de carcajadas y carreras. El muérdago. Las flores navideñas, y los gorros. Familias enteras, como antes había sido la suya, disfrutando del ambiente como si no supieran el significado de la palabra problema. Los más pequeños, a hombros de sus padres, o tirando de sus abrigos para arrastrarles a cualquier atracción de colorines. Los adolescentes, jugando a guerras de nieve y risas. Los mayores, absorbiendo toda la energía que desprendían los más jóvenes, dejándose contagiar por la ilusión de esas fechas y calzando su mejor sonrisa. Sin saber muy bien porqué, se le empañaron los ojos. Comenzó a ver borroso hasta que las lágrimas se atrevieron a rodar tímidamente por sus mejillas. “Debe de ser el ciclo” se dijo, “malditas hormonas”. Nunca llevaba kleenex en el bolso, así que se secó la cara con los puños de su chaqueta. Cuando se dirigía a la hilera opuesta de puestecitos, atravesando la plaza junto al carrusel de caballitos y los coleccionistas de sellos, le vió.

Se reía, aunque eso no evitó que a ella se le congelase el gesto. Se encontraban a unos 10 metros, pero él no había advertido su presencia. Concentraba toda su atención en una chica de metro sesenta, que se resguardaba bajo su abrigo en actitud cariñosa. Él se reía. Ella señaló algún artículo de las decenas que colgaban del techo de la tienda, él la imitó mientras le susurraba algo al oído. Ella estalló en una carcajada, y se abrazaron. Él levantó una mano entonces, y apartándole el pelo de la cara, le dio un beso en la frente. Después se miraron, sonrientes. Y se volvieron a enzarzar en otra conversación de bromas y susurros.

Carla llevaría allí parada, manteniendo esos escasos 10 metros, unos cinco minutos. Intentó reaccionar, pensando que en cualquier momento podrían cruzarse sus miradas, pero su cuerpo no le respondía. Sus pies parecían haber sido clavados al suelo de piedra, y sus brazos se extendían paralelos a su cuerpo, rígidos. Tan sólo sus dedos, aunque resguardados dentro de sus manoplas negras, se hallaban ligeramente doblados. El resto de sus articulaciones estaba en plena tensión, congeladas, como si de repente se hubiera convertido en estatua de sal. Las lágrimas se agolpaban frente a la presa de sus ojos, que no dejaba escapar la más mínima muestra de debilidad. Sus mejillas se habían incendiado, a pesar del frío y de la nieve. Mantenía los labios entreabiertos. Pero ninguna de estas reacciones estaba siendo pensada o procesada, sencillamente alguien le había dado al “stop” en el walkman y había sacudido toda la magia y el encanto de aquel día de una estocada.

En ese momento palideció.

Pudo ver su sonrisa, y el brillo de sus ojos mientras observaba a aquella chica y la protegía del frío entre sus brazos. Su abrigo, azul, y las zapatillas que le regaló hacía cuatro años. En esa última imagen, él tenía el pelo despeinado y todo en él parecía despreocupado, feliz. Entonces, él giró la cabeza en un gesto instintivo, y sus miradas se encontraron.

El momento les congeló a los dos.
A él, con sus ojos marrones, profundos, esos que la habían cubierto de miradas furtivas años atrás, los mismos que habían despertado su adolescencia elevándola cien metros sobre el suelo. Su expresión, intensificada por los años. Sus rasgos masculinos y afilados.
A ella, con sus mejillas incendiadas y su llanto a la espera de ser liberado. Con sus articulaciones rígidas como vigas de acero. Su trenca negra, casi idéntica a la que solía llevar en sus paseos con él. Y en sus viajes. La misma que dejaba sobre el respaldo de sus silla, durante las noches en su casa. O con la que se tapaba en el sofá mientras veían una peli que sólo duraba hasta la mitad.

Fue entonces, como si la estocada hubiera sido más que certera, cuando ella se desplomó sobre el suelo de piedra. Se produjo un “crack” cuando el pómulo izquierdo se estrelló contra el suelo, y el gorro de lana que abrigaba su larguísima melena salió despedido unas cuantas baldosas más allá. Sus manos, cubiertas aún por las manoplas negras, parecían querer sujetar la superficie empedrada. Las palmas hacia fuera, los dedos en su totalidad extendidos. Su cuerpo había perdido parte de la tensión que antes le contría, pero aun asi había quedado postrado con una rigidez casi antinatural. Sus ojos continuaban abiertos, aunque el mar de lágrimas ya no esperaba su turno. Había dejado de respirar.

Les separaban menos de 10 metros. Ella nunca lo supo, pero él nunca se acercó. Se convenció de que ese cruce, esa imagen, ese día, igual que los de años atrás, jamás existieron, y nunca volvió a dejar que esa imagen azuzase su conciencia. Ni siquiera al recibir la invitación a su funeral, al que, por supuesto, nunca fue.

A veces, la soledad y el frío pueden llegar a ser asifixiantes.

2 comentarios:

  1. Odio tu cuento emo. Voy a releerlo.

    ResponderEliminar
  2. :D Me encanta.
    1-.Porque nunca nadie había calificado algo de lo que hago como emo. Molan las etiquetas inesperadas.
    2-.Porque lo vuelvas a releer, aunque sea emo.
    Lady Madriz likes this.

    ResponderEliminar