Hoy toca bañar el blog en palabras de otros. Me encantan las personas que saben escribir. Transmitir. Disfruto leyendo cada acento, cada coma. Y si conozco a esas personas, entonces no puedo parar.
Hoy, dejo este espacio para una de estas personas. No solo una entre todas: él exhala literatura como perfume diario. Teje las palabras una a una, con mimo. En cada una deja sus sello, la sensibilidad. Él está lleno de vida, y de la buena. Se hace llamar Ulises, pero yo creo que es sólo por humildad, para esconder su título nobiliario. Porque él es sin duda el Príncipe de las Palabras.
Esta es la historia de cómo Ulises conoció a Lady Madriz. Contada por él mismo, el mismísimo Ulises. Puedo decir muchas cosas, pero me quedaré con una: Gracias.
MEET LADY MADRID
Aquella mañana la redacción parecía sumida en una cura de estrés. Nadie corría por los pasillos. No había quién chillara por un envío que no llegaba o una cinta de documentación sin identificar. Todo estaba en silencio, incluso las teclas. Desde hacía semanas no pasaba nada importante y hasta la maquinas de café vivían en estado de relajación.
Por el edificio de VEO7, apareció él con su aire distraído y un periódico en la mano, abierto por los artículos editoriales. Saludó a los vigilantes, levantó la cabeza para ver que echaban por las pantallas de recepción y pulsó la tecla del ascensor.
Cuando llegó a la segunda planta, pasó de página y se detuvo en una corruptela de nacional que tenía muchos datos, muchas declaraciones pero que, de tan mal contada, era infumable.
“Buenos días…”
“Buenos días…”
“Buenos días…”, y así a todo lo que se cruzaba en el camino.
Miró la última del periódico y allí ya no estaba el maestro. Tan sólo su espacio de cuerpo presente. La firma del sucedáneo que lo reemplazaba desde hacía un año temblaba tanto que aún no había conseguido hilar ni un solo buen artículo. Raro, cuando en las páginas de interior, y a menor escala que el sumo sacerdote fallecido, también había sido maestro de maestros.
Era una mañana tan en paz que mosqueaba. Ni siquiera las agencias enviaban nada, como si hubieran salido la noche anterior y a las 10 de la mañana aún no se hubieran levantado.
Fue hacia su sitio, cogió su silla y, cuando se iba a sentar, miró hacia la izquierda. Allí estaba ella, vestida completamente de negro: vaqueros, jersey y botas. Con su cabellera negra, sus uñas negras y un blanco en la piel que bien podría haber sido porcelana de la dinastía Ming.
Sin saber muy bien por qué, la observó en la distancia. Estaba sentada frente a los envíos de vídeo que mandaban las agencias. Potro de tortura destinado a los recién llegados a la televisión, mitad a modo de aprendizaje, mitad a modo de método de disciplina.
Como no llegaba absolutamente nada ni por Atlas, ni por Reuters ni por VNews, la chica nueva de prácticas se detenía absorta en un libro con muchas páginas y la letra muy pequeña. Entonces, él se acercó y sin mirarla a los ojos, sonrió para sí cuando observó que el libro en cuestión era Cien Años de Soledad.
“Buenos días…”, le dijo.
“Hola… eh, ummm… Esto… Es que como no llegaba nada y… Pues estaba aquí leyendo un poco y…”, ella respondió con esta perorata inconexa mientras, sin saberlo, ya se había ganado el afecto de su interlocutor. Él le sonreía con ternura y en sus ojos se adivinaba un “no me tienes que dar ningún tipo de explicación”.
Ella se afanaba en hilar el discurso. Palabras envueltas de esa modestia tan propia de las buenas personas, con la prudencia de quién acaba de llegar a un sitio… Y no fueron sensaciones erróneas.
El chico la cortó y le dijo:”Cien años de soledad es de las novelas que más me han gustado en toda mi vida…”, ella sonrió con los ojos de tal manera que los fluorescentes del lugar se quedaron en simples velas.
“Soy Ulises, encantado de conocerte”.
“Yo soy Lady Madrid, encantada también”.
Así fue como descubrió a la chica que se olvida del paraguas cuando hay lluvia de estrellas. La teen eterna, la mujer incipiente. De esas personas que mejoran el rato más aburrido sólo con estar. Tan alegre en la tristeza, tan triste en la alegría. De tanto como brilla sin pretenderlo, capaz de dejar en bombilla de bajo consumo al mismísimo sol.
Así fue como aquel reportero conoció a Lady Madrid y la incorporó a su agenda con la señal en rojo de personas ineludibles.
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