Sábado 31 de marzo.
Aeropuerto de Lisboa.
No sé si hace calor o frío. La humedad se cuela por cada
rincón de la ciudad. O, al menos, del trocito de ciudad que descubro al salir
por la puerta de embarque. Sigo las indicaciones de David y me dirijo a la
parada del aerobús, que está justo enfrente. Mientras espero, decido que hace
más calor que frío y me deshago de la cazadora de cuero.
El bus tarda una hora, no entiendo muy bien las
explicaciones de la conductora pero me parece que es algo sobre obras, o
huelgas, o manifestaciones. Cada metro que recorre el autobús me sorprende con
un grado superior al anterior en la escala de desaliño urbano. Grito
mentalmente “¡¡No puede ser más cutre!!” pero nadie parece darse cuenta. Los
escaparates están llenos de ropa de mercadillo, las baldosas se tropiezan en un
baile totalmente anárquico y los cables eléctricos se balancean despreocupados
sobre cada portal, serpenteando las paredes o cruzando el medio cielo de
cualquier calle. Hay edificios a medio terminar, o a medio destruir. Los
colores alegres de las construcciones se mezclan con lo innumerables
desperfectos ocres, dándole un aspecto subdesarrollado y encantador a la vez.
Al pasar por una de las incontables cuestas, observo 3
edificios que se superponen sin orden ninguno amenazando cualquier tipo de
estética urbanística, si es que este término existe. Grito un ‘¿¿¡Pero
porqué??!’ interior, que obtiene la misma respuesta que la mayoría de mis
pensamientos.
Última parada. David me espera sentado en unos escalones, y
no me resulta raro ni sorprendente bajar del autobús y saludarle en su nueva
ciudad. Me coge la maleta y caminamos hacia un malecón, que no es malecón pero
a mí me gusta llamarlo así. Nos sentamos en el borde mirando al río, y echo de
menos una cerveza en la mano para completar el momento llegada. Me habla de los
planes que tiene en mente para esa semana y que seguramente nunca haremos, y yo
no paro de decir tonterías y reírme sin razón aparente porque estoy contenta de
verle. Me ajusto el gorro y me dice que parezco una saxofonista, a lo que
respondo que ya lo sabía. Es curioso, porque esa misma mañana al mirarme al
espejo me había gritado mentalmente ‘¡Pareces Lisa Simpson!!’.
Después de la cerveza imaginaria en el malecón David vuelve
a cogerme la maleta y caminamos 5 minutos hacia su casa. Es un edificio viejo y
bien camuflado con el look descuidado de la ciudad. Al subir me encuentro un
salón acogedor, decorado con un buen gusto hippy y bohemio sin llegar a ser
recargado. Hay un extraño sofá improvisado y una mesa en el centro, que ya está
preparada por sus adorables compis de piso para comer. Hablamos un poco de la
nada, o de todo lo que se suele hablar la primera vez que conoces a alguien con
el que no tienes nada en común. Me caen bien al instante. Son dos chicas, una
española y otra italiana, que desprenden el olor de la buena gente desde el
primero ‘hola’, o el primer ‘ciao’. Traen la paella que han preparado y la
devoro sin piedad, engullendo hasta el último socarrao.
Surge por primera vez la pregunta más escuchada del mundo en
los siguientes 6 días:
¿Te gusta Lisboa? A lo que yo grito sin parar en mi cabeza
‘¡¡No puede ser más cutre!!’, pero hago un esfuerzo por contenerme y les
contesto la otra parte de la verdad, menos hiriente. Es cutre, sí, pero se
adivina encanto. Y no estoy mintiendo.
Cuando creemos que ya es hora salimos de casa a recorrer un
poco más de asfalto destartalado. Pronto comienzo a descubrir que el encanto va
ganando terreno a la cutredad, y que en esta misma reside precisamente su
esencia. Vamos al primer mirador, de esos que le encantan a David, y nos
quedamos un rato observando las vistas. Terminamos en otro mirador, con sus
amigos de erasmus tocando la guitarra y bebiendo cerveza. Pienso que es el plan
más armónico del mundo para una ciudad como aquella. Hippy stuff, hippy stuff
everywhere. Megusta. Cuando el sol cae de cansancio comienza a llover, y
tenemos que levantar el campamento y volver al acogedor piso de David y sus
compis adorables. Allí tomamos algo, y antes de apalancarnos decidimos darle un
nuevo shot al día, o más bien la noche, saliendo a cervecear por Barrio Alto.
Yo estoy cansada del vuelo y cargo con el look de saxofonista, que nunca es
fácil, pero me animo y me pido una cerveza barata de pseudos-mini.
Las calles de Barrio Alto están abarrotadas, como si fueran
unas eternas fiestas de Chueca. Pienso que deben de regalar algo, pero resulta
que la moda lisboeta es servirse en los bares y llevar la fiesta a la calle.
Hace mucho frío, pero nadie parece reparar en ello. Somos unos cuantos, porque
nos hemos juntado de nuevo con sus amigos erasmus y sus respectivas visitas.
Son gente encantadora, como la ciudad. Me pregunto si habrán elegido la ciudad
o la ciudad les habrá elegido a ellos. Después de un día, puedo afirmar que mi
amigo David también encaja a la perfección con la ciudad, y con todos ellos. Es
como si de alguna manera todos formasen parte de la misma melodía, sin
estridencias.
Intento beber algo más de cerveza para aguantar el frío y ganar
al cansancio, pero mi cuerpo se niega. Las náuseas son cada vez más fuertes y
empiezo a odiar la marca super bowl, como la llamaré siempre. A última hora
entramos a un bar, por fin, y a los 10 minutos anuncian que van a cerrar. Yo
abandono, alegando que estoy cansada de luchar contra la super bowl.
Domingo 1 de abril.
Casa de David.
‘Triz!! ¡Arriba!’ Abro los ojos esperando encontrarme mi
habitación de Madríz, aunque algo no encaja con el grito que acaba de
despertarme. Intento despegar los párpados, pero la confusión y el sueño máximo
me lo impiden. Sólo me apetece darme
media vuelta y arrebujarme entre las 3 mantas en posición fetal.
Al final ocurre lo de siempre, que acabo por levantarme y
desayunamos, nos arreglamos y decidimos comer en casa para acompañar la dejadez
de un domingo cualquiera. Hemos quedado con sus amigos erasmus (o más bien, con
una y sus visitas) para ir a Belén esa misma tarde. Yo me imagino un lugar con
su portal, sus bueyes y sus mulas, y no se me antoja demasiado diferente a
Lisboa. Salvo por lo de los bueyes y las mulas.
A eso de las 18.00h hora Lisbon cogemos la moto (o más bien,
David coge la moto y entre ambos me cogen a mí) y arrancamos rumbo a Belén. Por
el camino aprovecho algún semáforo para preguntarle a David si es una especie
de Torrejón, a las afueras. Él me aclara que se trata más bien de un Moratalaz,
lo que ya me ubica del todo. Me sorprende que por una vez no haya salido Pitis
en la comparación.
Aparcamos frente a un museo del Moratalaz portugués, y
entramos con la esperanza de poder ver alguna de las exposiciones. Mala suerte,
están cerrando. Rápidamente veo el lado positivo de la situación: la tienda aún
está abierta. Soy muy fan de ese tipo de tiendas entre otras, así que no dudo
en andar con paso rápido para olisquear las curiosidades de allí. Latas vacías,
mapas del mundo en los que coser tus viajes con una marca de hilo, gallos por
doquier y un sinfín de objetos inútiles y geniales a partes iguales. Supongo
que de eso va el arte, ¿no? De objetos inútiles que despiertan emociones. No es
moco de pavo.
Recorremos alguna que otra sala desperdigada por el
laberinto del museo y salimos en busca de sus amigos, ya esperando en la
pastelería típica de Moratalaz. Se llaman ‘Pasteis de Belem’, y son una especie
de preciada joya con forma de tartaleta, hecha con huevo y unos cuantos
ingredientes secretos que nadie en el mundo conoce. O eso me cuentan, y yo me
lo creo. Compramos unos cuantos y nos vamos a un Mcdonald’s a tomar un café
mientras los degustamos, y caigo en que nunca se me hubiera ocurrido acudir a
un Mcdonald’s para tomarme un café.
Empieza a chispear, y tenemos que correr hacia la moto
porque el cielo está tan negro que combina con todo. Sopla viento de tormenta y
algunos rayos hacen sus primeras apariciones siempre fugaces. Recorremos
motorizados todo el camino de Moratalaz al centro con una lluvia torrencial
empapándonos de pies a casco. ‘¡Es el fin del mundo!’ bromeamos con la idea,
pero yo empiezo a tener un poco de miedo.
Poco antes de alcanzar nuestro destino tenemos que parar,
para salvaguardar nuestra integridad física. O eso, o nos despeñamos. Esperamos
un ratito bajo un portal hasta que nos parece que amaina, y llegamos a casa por
fin.
Hoy no habrá fiestas de chueca ni nada que se le parezca, la
tormenta de fuera invita a resguardarse bajo la manta y no salir nunca más.
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