Lunes 2 de abril.
Misma casa de David.
Como buen lunes y ya descansados, salimos a buena hora de
casa preparados para un buen maratón turístico. Lisboa es una eterna montaña
rusa por sus empinadas cuestas que se convierten en deslizantes bajadas a la
vuelta. Las aceras tampoco lo ponen fácil, repletas de piedras irregulares que
hacen las veces de baldosines. Intento no pensarlo mientras paseo y noto como
se me clavan en los talones. Hace sol, pero un sol de estos implícitos que te
ciegan sin dejarte ver un solo rayo. Hacemos una parada en una plaza que da al
río, y pienso que es bastante surrealista estar sentada en un escalón de una
enorme plaza en el que en el siguiente comienza en agua. Como si en un lateral
de la plaza mayor se abriese una ventana al mar, y fuese tan fácil acceder a
ella como bajar una rampa de 10 centímetros.
Continuamos el paseo por la montaña rusa y esta vez toca
subir hasta Mordor. Tenemos que alcanzar el mirador más alto, justo el que
vimos el día primer día desde el otro lado de la ciudad. Cuando llegamos, nos
premiamos con una caña en la terraza que encumbra el mirador en sí, y yo decido
darle la espalda a las vistas pese a la regañina de David. Llevo puestas las
gafas de ver y tengo miedo de que el sol fantasmal me queme los ojos.
Mientras disfrutamos del merecido descanso hablamos del
futuro, uno de nuestros tantos temas en bares intentando arreglar el mundo. Nos
preguntamos con cierta ingenuidad si, cuando seamos mayores, seguiremos
quedando y viéndonos de forma regular. David lleva siendo mi mejor amigo desde
hace ya 12 años, y se me hace imposible imaginar un futuro sin su presencia,
más o menos cercana. Esto no se lo digo, pero creo que ya lo sabe. Aun así y a
pesar de que le he visto cambiar desde que se comía el bocadillo en el recreo del cole hasta ahora, me resulta igualmente
complicado imaginar qué será de nosotros en diez años.
Después de filosofar un rato decidimos que tenemos hambre, y
me lleva a un restaurante mínimo en el que nos atiende una señora que bien
podría ser mi madre en versión portuguesa. Pedimos una sopa, porque la sopa es
el plato estrella y omnipresente en cualquier lugar de Lisboa, y un bocadillo a
medias. Me sabe al mejor manjar del mundo mundial.
Cuando es hora de bajar por la montaña rusa, David decide
que es mejor coger el 28. Pienso que todas las ciudades se caracterizan por sus
28, ya sean tranvías o autobuses. En este caso se trata de un tranvía en
versión reducida, como si hubiesen escogido la mitad de un vagón y lo hubiesen
achatado por los polos como la tierra misma. Caben como mucho 30 personas, por lo que
deduzco que la logística no se les debe dar muy bien a los habitantes de esa
capital bien poblada.
Al llegar a casa charlamos un rato con las compis adorables
y relajamos las piernas, y yo la cadera. Me duele un rato, pero no digo nada
porque hemos quedado por la noche para ver el fado y no me lo quiero perder.
Es un bar-zulo en el que no cabe un dedo más, pero
inexplicablemente conseguimos hacernos sitio en primera fila. Primero salen 2
hombres, cantando algo parecido a un flamenco contenido y mucho más triste.
Melania, amiga de David, nos explica que hablan de pérdidas, de sirenas y algo más. que no recuerdo.
A los 20 minutos vuelve a reinar el silencio en el bar, y sale a escena un
Cristiano Ronaldo 5 años más joven. Lleva un piercing extraño en la oreja, una
camiseta con unos cascos enormes dibujados y unos vaqueros entallados. Por un
momento creo que se ha debido de confundir o bien que es hora de que pinche el
DJ, pero de pronto empieza a cantar y nos calla la boca a todos. Se mueve,
cierra los ojos y sus manos agarran el aire en un gesto de dolor. Con cada
verso deja nos deja aún más pasmados. Cuando termina temo que alguna mano se
rompa entre tanto aplauso entusiasta. Luego llega una mujer exótica, que también
canta cosas tristes y entrecortadas. Y por último ocupa la palestra un pijo de
pachá de madre española y padre portugués. Con su camisa de rayas y su peinado
a juego con cortina al lado, se arranca en un nuevo dolor que nos sorprende a
todos.
Yo flipo un rato más, hasta que decido que no puedo aguantar
más fado en mi cabeza sin cortarme las venas. Lo bueno, mejor en pequeñas
dosis.
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