Es muy difícil hacerme enfadar. No digo esto como verdad categórica, si no como visión propia. Las personas que me conocen, y también con las que trato día a día, lo saben. A diferencia de cuando tenía 11 años, a los 24 suelo invertir todo el tiempo que puedo en reírme. Lo reconozco, soy de risa fácil. Qué le voy a hacer.
Me gusta la gente con sentido del humor.
Como he dicho, no suelo enfadarme, y menos con gente que apenas conozco.
Pues hoy me ha pasado una cosa muy extraña. Hoy me he enfadado, y mucho.
Y es que por mucho que me guste reírme, y hacer reír, hay cosas por las que no paso. Creo que no debo ser una de esas chicas de risa floja y sin criterio. Qué le voy a hacer.
Quizás fuera un pequeño empujón para escribir. Aunque no tengo ni idea de escribir, el caso es que escribo. Me da por hilar unas palabras con otras, aporreo el teclado… e irreverente de mí, me creo con todo el derecho a ello. David Trueba tenía razón, todo el mundo se empeña en dar su mierda de opinión.
Aunque no tengo ni idea de libros, ocurre que leo. No sé, supongo que alguien pondrá libros en mis manos y yo, sin más capacidad de decisión, deslizo la vista por sus páginas hasta que llego a la última.
A pesar de ser una completa ignorante, entablo conversaciones con la gente. Disimulo, hago como que sé y como que tengo opinión sobre las cosas. Todo para esconder mi subnormalidad profunda. Estudio las interacciones humanas (estudiar en sentido figurado, sólo hago como que me fijo) e intento imitar sus gestos. A veces me acaricio el mentón, que es como se suele llamar en las novelas en lugar de mandíbula o barbilla. Rascarse el mentón significa dudar, se trata, en fin, de una actividad relacionada con la mente, de la que mentón parece su aumentativo. En las novelas, a veces, alguien se rasca el mentón mientras el mundo se derrumba. Así que eso hago.
La verdad que soy una rebelde. Dando mi opinión, hablando, y escribiendo, y haciendo cosas de las que no tengo ni la más remota idea de cómo se hacen. Qué le voy a hacer.
Parecía funcionar hasta ahora, pero creo que me han descubierto.
A veces ocurre que digo verdades de tonto, confieso que a veces leo porque todos tenemos malos hábitos. Se me escapa que me gustan cosas, aunque no sepa muy bien de lo que estoy hablando. Y lo que es peor: a veces digo que hay cosas que no he leído, o que no he escuchado, y entonces los Ilustrados se me echan encima. Confieso que me gustan Rusos Blancos aunque sólo haya escuchado 5 canciones. Afirmo que me gusta un libro aunque no recuerde su autor. Me embalo y digo que me gustan los conciertos, incluso aunque no me sepa las canciones. Son fallos de subnormal, que es lo que soy, pero me los permito porque una ya tiene una edad y es molesto disimular en esto también. Una no da para tanto. (Qué le voy a hacer)
Ocurre también que hay gente inteligente, que lo es de verdad. Y mucho. Todo lo contrario que yo, ellos no fingen: ellos enseñan. Una conversación con ellos no es tal, si no que se trata de una “clase”. Si dura más de 30 minutos, podría considerarse un máster. Ellos se ocupan de ilustrar al mundo y sacarlo de la oscuridad ignorante en la que nos empeñamos en permanecer.
Y con ellos, desde mi grado de subnormalidad, debo de hacer un extra de esfuerzo o estoy perdida. En calidad de profesores, mis interlocutores ilustrados me aleccionan y usan la vara si es necesario, porque ellos saben qué es lo mejor para mí. Y lo mejor es que no finja que tengo forma de pensar, y encare la realidad.
Así que hoy, después de mi enfado, he decidido tomarme un café. Imitando los gestos de mi madre, me he desenvuelto con soltura en las artes del café de máquina y he conseguido prepararme un capuccino aceptable. He comentado lo rico que estaba, porque es lo que se suele decir con un capuccino aunque sólo hayas probado unos pocos.
Dándole vueltas al café sin ninguna razón aparente –intuyo que tiene algo que ver con el azúcar, pero aún no he podido profundizar- he caído en lo que me gusta hablar con los otros tipos de inteligentes.
Esos tipos raros que no fingen, y que además son humildes. Creo que humilde es algo bueno, aunque tendré que comprobarlo en la rae. Incluso una persona como yo, siempre tras el bigote postizo de todo aquel que se cree en una dimensión universal, puede entablar una conversación con ellos. Ellos son como una tarde de prácticas: sin darte cuenta, aprendes. No les importa si no has visto todas las películas de Fynch, y sin embargo se alegran si te gusta alguna o haces como que te gusta. No tienen problema incluso en escuchar tus intentos de opinión, les agrada. A mí me gusta esa gente, he pensado. No es algo que suela hacer mucho, pensar, pero hoy me he permitido ese lujo.
Removiendo mi capuccino mientras me rascaba el mentón, he advertido el problema.
A partir de ahora, además del bigote postizo y mi dimensión universal, me pasaré al café sólo y sin azúcar.
Todos los que toman café sólo y sin azúcar dan la impresión de tener dentro una verdad insoluble.