miércoles, 11 de febrero de 2015

Digging the wall

No entiendo porque escribo menos. Sé que hay rachas.  Pero también leo menos. Sé que las cosas cambian. Pero tanto?

Intento recordar cuando escribía casi todos los días. Usaba folios, nada de ordenador. Folios y un lápiz. Escribía en un diario lo que se me pasaba por la cabeza cuando jugaba con muñecos y ponys, porque mi padre se negó siempre a comprarme el coche teledirigido que siempre quise.  Escribía también novelas negras con mi personaje Harrison, el que incluía en cada una de ellas. Hubo una época en que incluso obligué a mis primas, cada vez que nos reuníamos los fines de semana, a pasar el rato escribiendo todas novelas negras. Yo les aleccionaba, les decía que tenían que crearse un personaje guay como Harrison e inventar crímenes e investigaciones. Recuerdo que lo hicieron, incluso escribieron algunas líneas (más bien por no escucharme) pero pronto se aburrieron.

Escribía sobre lo bien que me había ido el día en el colegio. O el club que había montado con mis amigas, en el que habíamos fabricado una llave secreta con papel de plata y la habíamos escondido en el dispensador de jabón del baño del colegio.

Escribía de adolescente, desahogándome de mis nimios problemas que para mí eran universos infinitos. Dibujaba como me veía, o lo que es lo mismo, lo mal que me veía. También escribía sobre los chicos que me gustaban, y sobre lo mucho que ignoraban mi existencia.  

Más adelante, escribía sobre mis buenos ratos y malos ratos con mis amigas. Tener amigas a los 15 años es una puta montaña rusa. Tan pronto te odias como sois inseparables. Relataba mis mañanas en la habitación, frente a la ventana sin hacer otra cosa que divagar mediante un bolígrafo y un papel. Me gustaba también escribir pensamientos entrecortados, que parecían no tener sentido pero sí. Versos huérfanos. 

Era muy cursi por aquel entonces. Aún lo soy, pero he aprendido a disimularlo un poco.

Escribía cada vez que discutía con mis padres, porque la rabia me cegaba y el papel me ayudaba a ver. Cuando terminaba de empuñar el boli mi mano estaba agotada, mi mente también, pero el alivio era brutal. También plasmaba mis discusiones con los chicos que pasaron por mi vida, o los momentos de angustia o dolor. Me ayudaba entender. A veces escribía dirigiéndome a ellos (él, en cada momento. No es que estuviera con mil a la vez). Otras veces escribía para mí. Y otras lo disfrazaba de historia en tercera persona. A veces se lo enviaba, porque mi expresión oral siempre ha sido muy limitada. La timidez se mezcla con el enfado y me bloqueo, y no me salen las palabras. Para que tú me entiendas mis palabras se adelgazan a veces. Sin embargo escribiendo me salían solas, mi cabeza dictaba cada una de las frases sin titubear un segundo. Aun así, dudo que alguno de ellos entendiera alguno de esos escritos como yo pretendía que lo entendieran. 

No podía evitarlo. Si no escribía, no era capaz de procesar bien la información. Me quedaba con un ovillo en la cabeza sin saber muy bien como desenredarlo. 

Luego comencé a escribir como terapia, para focalizarme solo en lo positivo. Me propuse dejar de desahogarme y comenzar a escribir anécdotas, cosas divertidas. O entrañables. En definitiva, cosas que hicieran sonreír. Art never comes from hapiness, they say. Yo quería probar que eso no era cierto. Es muy triste pensar que lo es. 

Empecé el blog, y a veces eran entradas alegres. Divertidas. Otras eran Biblias infumables. Pero también se colaban bajones, versos huérfanos, momentos de desahogo inevitables. No escribía solo en el blog. Éste solo era la parte visible de la luna, pero en mi ordenador guardaba miles de historias y momentos. 

Solo una vez me propuse en serio escribir una novela. Quería ubicarla en Sudán. Pero me di cuenta de que no tenía la más remota idea de Sudán, ni de cómo era, ni de qué había allí ni cómo era su gente. ¿Cómo podía escribir una historia sin tener ni idea? Comencé a documentarme. Me sobrepasó de tal manera que decidí dejarlo. Fue entonces cuando me di cuenta de que para escribir no hace falta solo saber escribir. O que te guste. Escribir exige un conocimiento tan amplio, una documentación tan ardua, una planificación de espacios y personalidades demasiado seria como para tomárselo a la ligera. 

Hoy día escribo poco o nada. Muchas veces me descubro pensando en escrito, como digo yo, pensando como si estuviera escribiendo. Es una práctica que me ha acompañado durante años, pero ya la estoy perdiendo. Antes intentaba memorizar eso que había escrito en mi mente para que no se me olvidase, y poder escribirlo al llegar a casa. Ahora solo me doy cuenta, y ya está. Paso a otra cosa, porque no sé qué vamos a cenar y deberíamos comprar pasta de dientes. También hay que poner una lavadora y llamar a los del gas.

Me gustaría seguir practicando ukelele, y estoy mirando clases de conversación en inglés. Ayer fui a preguntar precios para volver al gimnasio, y la semana pasada compré un par de cupones para ir a montar a caballo y para hacer snow. Seguramente el domingo no me apetezca otra cosa que ocupar el sofá en posición horizontal. Y así van pasando los días, y la música y los libros cada vez tienen menos espacio en mi vida, o el que les dejo.