El olor de las paredes. El calor de septiembre en el Templo de Debod. Los sábados en casa de mi hermana. La sureña con mis amigos. Cualquier sitio con mis amigos. Montesa con mis amigas. Cualquier sitio con mis amigas. Los reencuentros. Los masajes de mi madre. Caminar por Madrid como si fuera nueva en la ciudad. Los videos absurdos de mi padre. La presión de la ducha. Quedarme quieta, muy quieta esperando al autobús en Goya, e intentar con todas mis fuerzas congelar ese momento en mi memoria. Los gritos y embestidas de mi gato para que le haga caso. El centro en Navidad. Mi sobrino, siempre.
Este año no pasaré Nochevieja en Madrid. No sé si estaré aquí el año que viene, así que he preferido guardarme ese día en el bolsillo Londinense. Y aunque no me arrepiento de mi decisión, la nostalgia aumenta aun a 3 meses de la fecha. Hay días como estos, que son como el café solo de máquina. No se sabe muy bien como digerirlos, y siempre dejan un sabor amargo a cada trago. Pruebas entonces a enrollarte en una manta, tumbarte en el sofá y esperar hasta que la crisálida se rompa en algún momento, mientras ves una peli. Intentas ocupar tu cabeza en otras cosas, aunque no siempre funciona. Ni siquiera el sueño sirve ya de refugio, porque tu subconsciente no deja de echar de menos ni en la fase REM más profunda. Y te despiertas desorientada, esperando levantar la persiana y encontrarte con tu cuarto de siempre. En tu casa de siempre. En tu ciudad de siempre. En lugar de eso te despiertas y no hay persiana que levantar. Tu cuarto no es ni siquiera tuyo, aunque es bonito. Impersonal, pero bonito. A pesar de ello no consigue mitigar la sensación de aturdimiento.
Estos días son inevitables. En cierta manera necesarios. La eterna pregunta es cuánto se repetirán. Porque de ello depende tu estancia, tu vida, tú y todo lo que te rodea. De días como estos, como el café de máquina. Y sabes que, por el momento, no vas a poder tomar otro café que no sea ese.