Hay muchos momentos en la vida, muchas etapas, distintos tipos de felicidad. Una emoción no puede ser siempre la misma. La mía era un poco especial, una felicidad que me empujaba fuera de nuestras fronteras y se aburría fácilmente de las rutinas. También me llevaba a descubrir nuevas aficiones, pasiones efímeras que se evaporaban normalmente pasados un par de meses. Era una sensación liberadora, la de perderme por calles y pensar que podía hacerlo, porque nadie me buscaría al cabo de unas horas. Tampoco tenía que contárselo a nadie si no quería.
Era una felicidad un poco especial, que a veces interrumpía mi sueño con ansia y no me dejaba reconciliarme con él. Las madrugadas se hacían eternas, a veces también productivas. Eran los nervios de lo que está por venir, los que me comían.
Mi cabeza bullía planes y ninguno acariciaba la idea de quedarme en el sitio.
My little one, mi pequeña felicidad, ha cambiado. Ahora la veo más guapa, como crecida. Sigo siendo feliz, y ahora más feliz que nunca. Lo sé porque aunque estoy de mala hostia ahora, no puedo evitar pensar "joder, qué feliz soy". Hoy es un día de mierda, de los que estás enfadado contigo mismo y con tu organismo, pero qué feliz soy. Hoy mi felicidad duerme por las noches, porque lo que estaba por venir vino para quedarse. Y ahí sigue cada mañana. Los nuevos hobbies han cambiado de forma, de color y de sabor. Los hay ahora menos huracanados y estacionales. Los hay más pacientes y compartidos.
Mientras antes se revolcaba en el edredón de mi habitación compartida, saltando sobre los muelles hechos trizas de la cama, ahora mira mi casa con devoción. Quiere quedarse, adora su rutina.
La felicidad es saber llegar a casa. La felicidad era ésto.