Esta vez no me tienen que despertar, si no que soy yo quien
zarandeo a David para que se levante de una vez. A pesar de haberle engañado la
noche anterior haciendo ver que no ponía el despertador, contaba con una
ventaja extra que David desconoce: mi despertador mental. Me concentré muy
fuerte en una hora justa, las diez, en la que deseaba despertarme. Y así fue,
como siempre que me lo propongo.
Como tardo algo más que él en prepararme por mi condición de
fémina presumida, desayuno antes y sólo cuando ya estoy lista decido sacarle de
su plácido sueño.
Se la tengo guardada: el sábado no me llevó al outlet
vintage de Lx Factory, así que juré que el mercadillo del martes no me lo
perdía por nada del mundo.
Remolonea un poco y me dice que se unirá más tarde, sobre
las 12. Yo le dirijo una mirada de desaprobación, más o menos así ¬ ¬ que él
por supuesto no ve, porque continúa con los ojos cerrados. Al final acaba
cediendo y salimos los 3, junto con su compi de piso española, directos al
paraíso de las baratijas.
Recorriendo los primeros puestecitos nada me sorprende, o
por lo menos no veo nada que pueda sorprender a alguien que haya estado en el
Rastro de Madríz en sus mejores tiempos. Pronto encuentro algo digno de mi
atención y consumismo: cámaras de fotos antiquísimas. Me enamoro de una al
instante. Es negra, muy sencilla, y del tamaño justo para considerarla adorable
y práctica a la vez. Me entra el ansia de niña de 5 años y quiero comprarla,
pero 30 euros me parece un exceso que no puedo permitirme.
A unos dos pasos Vanesa, la chica española, ya está
desembolsando 2 euros para hacerse con un vestido morado muy ponible. David
mientras hace fotos, y busca otra cámara de fotos antigua sólo para un
decorado, que ni siquiera funcione. Estos artistas son así.
Vamos ojeando todos los puestos, con sus montones de ropa
enredada, sus llaves de pesebre y sus máquinas de escribir Olivetti que me
recuerdan a ‘El tiempo entre costuras’. A pesar de la emoción del principio,
empiezo a impacientarme porque no encuentro nada. Entro en una tienda de la
calle y me compro una falda de señoraque bastante barata por aquello de calmar
la gusa.
Las calles atestadas de puestos se bifurcan y creo que vamos
a perdérnoslo todo eligiendo un solo camino, pero desde que por ahora no existe
nada para dividirse en 3 o en 4 acabo por aceptarlo.
David sigue cámara en mano, inmortalizando a vendedoras
harapientas, madres acunando a sus hijos en la parte trasera de una furgoneta o
ancianas haciendo ganchillo mientras esperan hacer alguna venta. Una vez más
decido que me encantan los mercadillos y camino dando saltitos pequeños como
una niña en un parque de atracciones.
De pronto vislumbro un puesto de bolsos, presidido por uno
en especial que eclipsa a todos los demás. Es del tamaño de una cajita mediana,
en tono camel. Lo curioso del bolso es que tiene un código como el de las
maletas para poder abrirlo, y vuelvo a encapricharme de aquella maravilla.
Tengo la suerte de que David sabe regatear inventándose historias de artista,
con rollos de decorados y productoras, pero también la mala suerte de que la
mujer cubana que regenta el puesto sólo está dispuesta a rebajar 2 euros. Me
voy para no encariñarme, aunque sé que a la vuelta me acercaré a despedirle.
David consigue su cámara rota y Vanesa compra una caja de
música igual a la que sale en una película de la que nunca llegué a ver el
final. ‘Quiéreme si te atreves’.
Cuando ya estamos en el final del todo, enfoco la vista en
un ukelele. No estoy segura si es un ukelele o un cavalinho, de todas formas
nunca sabría diferenciarlo. Me apunto mentalmente ‘comprar un ukelele en
Madríz’, y emprendemos el camino de vuelta.
Una vez en casa nos alimentamos debidamente con una tortilla
de patata y un puré de verdura del que memorizo la receta. Ya son las seis de
la tarde cuando acabamos, así que sólo queda dejar la noche lisboeta hacer de
las suyas. O no.
Volvemos a las fiestas de Chueca y le doy otra oportunidad a
la super bowl. Compruebo que mi odio hacia ella va en aumento. Tengo sueño y
sólo pienso en ir a dormir, pero David me arrastra con los restos del grupo
hasta lo que sería sus ‘Bajos de Hermosilla’, que nada tienen que envidiar en
cuestión de esperpento y dantesquismo. Algunas de las chicas bailan como si no
hubiera un mañana, con sus cigarros y sus copas dentro del bar. Otra cosa
genial de Lisboa es que es la vieja España: puedes fumar por doquier. No es que
no esté de acuerdo con la ley de ahora, pero en unas vacaciones supone una
tremenda alegría saber que no tienes porqué pasar frío y puedes disfrutar de tu
cerveza y tu cigarro al mismo tiempo. Doy alguna que otra vuelta sobre mí misma
para no faltar a la música, y le hago gestos apoyando las dos palmas juntas
sobre mi mejilla. Sueño máximo. Bailo el ‘nossa’ porque es lo único que me sé,
y nos recogemos.
Al fin y al cabo tan sólo estamos a martes, y todo el mundo
sabe que los martes hay determinadas cosas que no se pueden hacer.