domingo, 8 de abril de 2012

Peaceful Lisbon (parte 1/3)


Sábado 31 de marzo.
Aeropuerto de Lisboa.

No sé si hace calor o frío. La humedad se cuela por cada rincón de la ciudad. O, al menos, del trocito de ciudad que descubro al salir por la puerta de embarque. Sigo las indicaciones de David y me dirijo a la parada del aerobús, que está justo enfrente. Mientras espero, decido que hace más calor que frío y me deshago de la cazadora de cuero.

El bus tarda una hora, no entiendo muy bien las explicaciones de la conductora pero me parece que es algo sobre obras, o huelgas, o manifestaciones. Cada metro que recorre el autobús me sorprende con un grado superior al anterior en la escala de desaliño urbano. Grito mentalmente “¡¡No puede ser más cutre!!” pero nadie parece darse cuenta. Los escaparates están llenos de ropa de mercadillo, las baldosas se tropiezan en un baile totalmente anárquico y los cables eléctricos se balancean despreocupados sobre cada portal, serpenteando las paredes o cruzando el medio cielo de cualquier calle. Hay edificios a medio terminar, o a medio destruir. Los colores alegres de las construcciones se mezclan con lo innumerables desperfectos ocres, dándole un aspecto subdesarrollado y encantador a la vez.

Al pasar por una de las incontables cuestas, observo 3 edificios que se superponen sin orden ninguno amenazando cualquier tipo de estética urbanística, si es que este término existe. Grito un ‘¿¿¡Pero porqué??!’ interior, que obtiene la misma respuesta que la mayoría de mis pensamientos.

Última parada. David me espera sentado en unos escalones, y no me resulta raro ni sorprendente bajar del autobús y saludarle en su nueva ciudad. Me coge la maleta y caminamos hacia un malecón, que no es malecón pero a mí me gusta llamarlo así. Nos sentamos en el borde mirando al río, y echo de menos una cerveza en la mano para completar el momento llegada. Me habla de los planes que tiene en mente para esa semana y que seguramente nunca haremos, y yo no paro de decir tonterías y reírme sin razón aparente porque estoy contenta de verle. Me ajusto el gorro y me dice que parezco una saxofonista, a lo que respondo que ya lo sabía. Es curioso, porque esa misma mañana al mirarme al espejo me había gritado mentalmente ‘¡Pareces Lisa Simpson!!’.

Después de la cerveza imaginaria en el malecón David vuelve a cogerme la maleta y caminamos 5 minutos hacia su casa. Es un edificio viejo y bien camuflado con el look descuidado de la ciudad. Al subir me encuentro un salón acogedor, decorado con un buen gusto hippy y bohemio sin llegar a ser recargado. Hay un extraño sofá improvisado y una mesa en el centro, que ya está preparada por sus adorables compis de piso para comer. Hablamos un poco de la nada, o de todo lo que se suele hablar la primera vez que conoces a alguien con el que no tienes nada en común. Me caen bien al instante. Son dos chicas, una española y otra italiana, que desprenden el olor de la buena gente desde el primero ‘hola’, o el primer ‘ciao’. Traen la paella que han preparado y la devoro sin piedad, engullendo hasta el último socarrao.

Surge por primera vez la pregunta más escuchada del mundo en los siguientes 6 días:
¿Te gusta Lisboa? A lo que yo grito sin parar en mi cabeza ‘¡¡No puede ser más cutre!!’, pero hago un esfuerzo por contenerme y les contesto la otra parte de la verdad, menos hiriente. Es cutre, sí, pero se adivina encanto. Y no estoy mintiendo.

Cuando creemos que ya es hora salimos de casa a recorrer un poco más de asfalto destartalado. Pronto comienzo a descubrir que el encanto va ganando terreno a la cutredad, y que en esta misma reside precisamente su esencia. Vamos al primer mirador, de esos que le encantan a David, y nos quedamos un rato observando las vistas. Terminamos en otro mirador, con sus amigos de erasmus tocando la guitarra y bebiendo cerveza. Pienso que es el plan más armónico del mundo para una ciudad como aquella. Hippy stuff, hippy stuff everywhere. Megusta. Cuando el sol cae de cansancio comienza a llover, y tenemos que levantar el campamento y volver al acogedor piso de David y sus compis adorables. Allí tomamos algo, y antes de apalancarnos decidimos darle un nuevo shot al día, o más bien la noche, saliendo a cervecear por Barrio Alto. Yo estoy cansada del vuelo y cargo con el look de saxofonista, que nunca es fácil, pero me animo y me pido una cerveza barata de pseudos-mini.

Las calles de Barrio Alto están abarrotadas, como si fueran unas eternas fiestas de Chueca. Pienso que deben de regalar algo, pero resulta que la moda lisboeta es servirse en los bares y llevar la fiesta a la calle. Hace mucho frío, pero nadie parece reparar en ello. Somos unos cuantos, porque nos hemos juntado de nuevo con sus amigos erasmus y sus respectivas visitas. Son gente encantadora, como la ciudad. Me pregunto si habrán elegido la ciudad o la ciudad les habrá elegido a ellos. Después de un día, puedo afirmar que mi amigo David también encaja a la perfección con la ciudad, y con todos ellos. Es como si de alguna manera todos formasen parte de la misma melodía, sin estridencias.

Intento beber algo más de cerveza para aguantar el frío y ganar al cansancio, pero mi cuerpo se niega. Las náuseas son cada vez más fuertes y empiezo a odiar la marca super bowl, como la llamaré siempre. A última hora entramos a un bar, por fin, y a los 10 minutos anuncian que van a cerrar. Yo abandono, alegando que estoy cansada de luchar contra la super bowl. 


Domingo 1 de abril.
Casa de David.

‘Triz!! ¡Arriba!’ Abro los ojos esperando encontrarme mi habitación de Madríz, aunque algo no encaja con el grito que acaba de despertarme. Intento despegar los párpados, pero la confusión y el sueño máximo me lo impiden.  Sólo me apetece darme media vuelta y arrebujarme entre las 3 mantas en posición fetal.

Al final ocurre lo de siempre, que acabo por levantarme y desayunamos, nos arreglamos y decidimos comer en casa para acompañar la dejadez de un domingo cualquiera. Hemos quedado con sus amigos erasmus (o más bien, con una y sus visitas) para ir a Belén esa misma tarde. Yo me imagino un lugar con su portal, sus bueyes y sus mulas, y no se me antoja demasiado diferente a Lisboa. Salvo por lo de los bueyes y las mulas.
A eso de las 18.00h hora Lisbon cogemos la moto (o más bien, David coge la moto y entre ambos me cogen a mí) y arrancamos rumbo a Belén. Por el camino aprovecho algún semáforo para preguntarle a David si es una especie de Torrejón, a las afueras. Él me aclara que se trata más bien de un Moratalaz, lo que ya me ubica del todo. Me sorprende que por una vez no haya salido Pitis en la comparación.
Aparcamos frente a un museo del Moratalaz portugués, y entramos con la esperanza de poder ver alguna de las exposiciones. Mala suerte, están cerrando. Rápidamente veo el lado positivo de la situación: la tienda aún está abierta. Soy muy fan de ese tipo de tiendas entre otras, así que no dudo en andar con paso rápido para olisquear las curiosidades de allí. Latas vacías, mapas del mundo en los que coser tus viajes con una marca de hilo, gallos por doquier y un sinfín de objetos inútiles y geniales a partes iguales. Supongo que de eso va el arte, ¿no? De objetos inútiles que despiertan emociones. No es moco de pavo.

Recorremos alguna que otra sala desperdigada por el laberinto del museo y salimos en busca de sus amigos, ya esperando en la pastelería típica de Moratalaz. Se llaman ‘Pasteis de Belem’, y son una especie de preciada joya con forma de tartaleta, hecha con huevo y unos cuantos ingredientes secretos que nadie en el mundo conoce. O eso me cuentan, y yo me lo creo. Compramos unos cuantos y nos vamos a un Mcdonald’s a tomar un café mientras los degustamos, y caigo en que nunca se me hubiera ocurrido acudir a un Mcdonald’s para tomarme un café.

Empieza a chispear, y tenemos que correr hacia la moto porque el cielo está tan negro que combina con todo. Sopla viento de tormenta y algunos rayos hacen sus primeras apariciones siempre fugaces. Recorremos motorizados todo el camino de Moratalaz al centro con una lluvia torrencial empapándonos de pies a casco. ‘¡Es el fin del mundo!’ bromeamos con la idea, pero yo empiezo a tener un poco de miedo.

Poco antes de alcanzar nuestro destino tenemos que parar, para salvaguardar nuestra integridad física. O eso, o nos despeñamos. Esperamos un ratito bajo un portal hasta que nos parece que amaina, y llegamos a casa por fin.

Hoy no habrá fiestas de chueca ni nada que se le parezca, la tormenta de fuera invita a resguardarse bajo la manta y no salir nunca más.

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